Cuando surge, es como una suave lluvia que cae incesante sobre la aridez de nuestro espíritu e imperceptiblemente empieza germinar maravillosas semillas olvidadas en la parte oscura de nuestro ser. Como mágico fertilizante hace crecer la confianza y la fe en uno mismo, el deseo de ayudar, de compartir, de escuchar, de comprender, de conocer, de perdonar, de olvidar, de darse.
Como hiedra vital va creciendo aferrándose con todas sus fibras a los muros de la existencia, enriqueciéndola. Nos da por lo que descubre, no es interesado, no ha de ser forzado ni servil, no es calculador ni fariseo o hipócrita, no es exhibicionista, va perfumando la existencia, inyectando ánimo al espíritu y aunque, se mueve en el tiempo y en el espacio, no tiene más dimensión que la divina.
Como hiedra vital va creciendo aferrándose con todas sus fibras a los muros de la existencia, enriqueciéndola. Nos da por lo que descubre, no es interesado, no ha de ser forzado ni servil, no es calculador ni fariseo o hipócrita, no es exhibicionista, va perfumando la existencia, inyectando ánimo al espíritu y aunque, se mueve en el tiempo y en el espacio, no tiene más dimensión que la divina.
Con su cargamento de fe, esperanza y caridad, traspasa las selvas de la tristeza, de la angustia, la frustración, del resentimiento, del odio; para rescatarnos con una palabra, con una sonrisa, con una mirada.
El amor es un bálsamo para las heridas sufridas en la batalla de la vida, mitiga las penas, el sufrimiento, seca el llanto amargo de la infelicidad. Al reconfortar el dolor, revitaliza a la esperanza, engrandece al que lo da, dignifica al que lo recibe, enriquece la relación, es como el cuerno de la abundancia, mientras más damos, más nos queda.
El amor cubre con una gasa de olvido los tropiezos pasados y nos da una perspectiva más rica de la existencia. Es para el espíritu, la fuente de la eterna juventud, es el germen de los sueños.
Darse al amor por entero, es entender el propósito de lo divino, es tomarle la mano para cruzar el valle de la existencia.
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