martes, 22 de septiembre de 2009

El duende y yo (1980)

Era una noche de plenilunio singularmente hermosa, aunque entonces no me parecía tanto. Padecía yo la más común de las enfermedades, sin medicinas ni doctores que valgan. Es una enfermedad que no ataca al cuerpo sino al alma, de la que todos hemos sufrido alguna vez sus síntomas: una depresión aguda que obliga a la melancolía a asomarse a los ojos húmedos en llanto y una angustia recriminativa que se aloja en la garganta impidiendo gritar.

Cuando pasa el tiempo no hay ya melancolía, ni llanto, ni angustia, sólo un vacío árido y reseco en el alma toda vuelta aspereza impermeabilizante de cualquier sentimiento amable. El nombre de este mal tan común es…… ¡SOLEDAD!
Me hallaba contemplando desde el balcón de mi cuarto, con gesto triste y amargo, ese manto de lentejuelas ambarinas que se extiende sobre la ciudad cobijando las miserias, egoísmos y demás atributos de la condición humana, cuando algo extrañamente increíble me sacó de mi abstracción. A pocos pasos del balcón de mi recámara se extiende por varios metros hacia arriba y hacia abajo, al oeste la tupida fronda refrescante de una higuera en plena madurez donde el ramaje nudoso forma diversos cuencos al unirse al tronco.

En uno de estos cuencos amoldado plácidamente mientras engullía un higo maduro, un diminuto hombrecillo me contemplaba curioso; su estatura no era mayor a los treinta centímetros y vestía en forma por demás estrafalaria, usaba una especie de zapatillas que le llegaban arriba del tobillo y terminaban en punta del otro extremo.
Una malla finísima se ajustaba a sus piernas largas y musculosas, un calzoncillo sujetado por un ancho cinturón con una gruesa hebilla fea y oxidada, la camisa al estilo de los piratas (de cuello largo y mangas con puño), y un ridículo gorro en forma cónica que caía sobre su hombro.

Todo era de color verde y de un raro material luminoso, la piel rosada en extremo parecía tener la tesura de un recién nacido; sus manos rematadas por largos dedos de afiladas uñas, el pelo ensortijado de color castaño, su nariz puntiaguda lo mismo que sus orejas y barbilla donde un tupido vello dorado empezaba a brotar. Los ojillos intensamente negros y pequeños además de ser sumamente brillantes jugueteaban incansables por toda la esclerótica, y cuando reía, multitud de lucecitas cintilaban entre sus dientes.

Me sentí cautivado al momento, víctima del extraño sortilegio que emanaba aquella criatura. Lentamente me fui recuperando de ese hechizo, al principio creía que era una alucinación o un espejismo, me froté los ojos, me golpeé la mejilla, me pellizqué los brazos mientras el hombrecillo aquél; sonreía divertido al tiempo que decía: ¡Siempre lo mismo!.... ¿porqué los hombres son tan… tan elementales en sus reacciones? Cuando ven algo fuera de lo común luego luego piensan que están soñando o que los sentidos les están jugando una mala pasada,….. ¡Sí!..... ¡Siempre ha sido así!..., desde que corríamos por los prados y los bosques haciendo las mil travesuras, entonces nos juntábamos todos para detener la primavera y para invertir las estaciones, ¡Sí! Los buenos tiempos…

Cuando vivíamos en los rincones de las casas y cada casa tenía su propio duende que se divertía por las noches escondiendo las cosas y alterando el orden y comiendo ricas viandas, echándole la culpa a los ratones que eran perseguidos incansablemente, mientras nosotros dormíamos en el hueco de las chimeneas,…. ¡Cuántos gatos amarrados de la cola maullando lastimeramente y cuántos perros ladrando furiosos! ¡Ah!… ¡Los buenos tiempos, ricos en travesuras!
Pero no se crea que sólo hacíamos travesuras ¡No!, también ayudábamos a sanar a los niños que enfermaban y luchábamos contra los malos genios que trataban de posesionarse de las casas que habitábamos, y que se disfrazaban de diversas formas como el mal de ojo, la mala suerte, pero el más peligroso era el que trataba de colarse vestido de color oscuro de la tragedia. Sin embargo, siempre que nos descubría el hombre, su reacción era la misma: ¡Incredulidad!

En este punto se interrumpió bruscamente, me miró un instante y de una marometa se deslizó por toda la rama hasta perderse en la fronda espesa durante algunos segundos y reaparecer a un metro de mí, separaron sus largos dedos unas hojas por donde asomó su rostro anguloso y risueño. Tras sobreponerme a aquella fascinación balbucí torpemente: ¿Quién es usted?, ¿Qué busca?, ¿De dónde viene?
Casi al instante me arrepentí de tan tontas preguntas que me hicieron ruborizar al punto, mordiéndome el labio inferior como siempre que me sentía ridículo lo hacía, sin embargo el hombrecillo que recostó perezosamente sobre las hojas de la higuera y bostezando ruidosamente me contestó:

-¡Ahjmmmm! ¡Los humanos y su aburrido protocolo!, bien, bien, bien mi nombre es IOR y he vivido por espacio de cincuenta años por estos prados. Aquí me refugié después de huir ante una rara epidemia que nos extermina en los bosques; inmisericorde a todos los duendes, gnomos, genios que encuentra a su paso, muchos abandonamos las aldeas, montes, bosques y valles para venir a la Ciudad buscando sobrevivir…
- ¡No lo puedo creer! –Exclamé- yo leí que ustedes son inmortales y que poseen todos los secretos sobre los remedios más increíbles para toda clase de males, múltiples poderes que los tornan invulnerables.

-¡Simple publicidad que nos ha hecho la literatura infantil, demasiado fantasiosa!- dijo riendo- La verdad es que la mitad de eso es pura fábula. Si bien no somos inmortales alcanzamos un elevado grado de longevidad cuyo promedio es de 700 a 800 años de vida, pero eso se debe a los brebajes que tomamos las noches de luna llena, cuando nos reunimos en el claro de algún bosque cercano para bailar y cantar con una euforia inigualable, todo el bosque cobra vida alrededor de nosotros.
Las aves, los animales salvajes, las plantas silvestres, todo irradia felicidad y contento desde que aparece la trinitaria hasta que el lucero de alba se anuncia en el firmamento, entonces lentamente se disuelve nuestra asamblea y cada uno regresa a su hogar… - Se interrumpió un momento para rascarse la nariz y después de tirar varias veces de una oreja prosiguió.

- Si bien conocemos muchos remedios y secretos también nos enfermamos y llegamos a morir. Aunque poseamos muchos poderes tenemos prohibido utilizarlos para fines superficiales o para hacer daño o para enriquecernos; el que no cumple las reglas es expulsado de la congregación y no puede participar de nuestras reuniones, sus poderes disminuyen, la piel se torna ceniza, dura y arrugada, se vuelve más sensible a las enfermedades y al clima, es arrojado del cuenco tibio de su árbol y tiene que dormir a la intemperie, el castigo puede ser por cierto tiempo o por toda su vida.
El duende se quedó pensativo rascándose la barbilla y con la mirada fija en el suelo, de pronto levantó los ojos y me miró intensamente al tiempo que decía: ¡Bien! El tiempo transcurre, las estrellas se alejan… y tú aún no me dices ¿Qué es lo que quieres? ¿Yooo? - Contesté asombrado… ¿Sí, tú?, qué no conoces el “derecho de la tradición” ¡No… no lo sé! – contesté avergonzado de mi ignorancia.

-¡Bueno! -Contestó con aire de fastidio- pues se supone que cuando un humano descubre a un duende o similar, tiene derecho a pedir un deseo.

Es que – murmuré- yo no tengo ningún deseo que pedirte. ¡Eso no puede ser! – Replicó indignado - ¡Tú no puedes ir contra la tradición, ¡Vamos! ¡Piensa, piensa! ¡Vamos, pronto!

Pues no, no se me ocurre ninguno –exclamé- ¡No, no y no! – Gritó furioso - ¿Qué es lo que pretendes? ¿Convertirme en el hazmerreír de todos en la siguiente asamblea de duendes?

¡No te enojes IOR! De verdad no se me ocurre nada, así es que por mí no te preocupes, puedes irte cuando quieras –dije en lo mejor tono que pude hallar.
¡No y mil veces no! Eso es contrario a todas las leyes establecidas, exclamó aún más furioso, tirándose de los cabellos y arrojando lejos la gorra que hizo una cabriola en el aire y volvió a sus manos. ¡Vamos a ver!, aunque no sea la normal te voy a ayudar –dijo- tratando de calmarse.

- ¿Quieres diamantes?

- ¡No! – contesté

- ¿Zafiros?

- ¡No!

- ¿Esmeraldas?

- ¡No!

- ¿Ópalos? ¿Amatistas?, ¿Perlas?, ¿Oro? ¿Plata? ¿Una casa? ¿Un auto? ¿Dinero? ¿Salud?, ¿Mujeres?, ¿Suerte?

- ¡No, no, no, no, no, no, no, no!

- ¿Nooo?... ¡Uf!, de verdad que eres algo difícil – Exclamó desalentado.

- Lo siento IOR, no es mi deseo causarte trastornos.

- Pues me los causas, hombre ¡Me los causas! –dijo completamente abatido… ¡En mis trescientos años nunca me había sucedido! ¡Toparme con un hombre feliz!

- ¡Pero es que yo no soy feliz! …murmuré débilmente…

- Pues no entiendo que te falta – murmuró asombrado-.

- Nada… es que a pesar de tener trabajo, salud, dinero, amigos… me siento solo – confesé, apenado.

¡Ajá! –contestó perspicaz- ¿Así que estás enfermo de soledad?... Pues ya está –gritó- emocionado- te daré, un remedio eficaz para la soledad.

Ante tal ofrecimiento me sentí contagiado por su alegría ¿De verdad puedes lograrlo?, ¿De verdad, IOR? – pregunté excitado -. ¡Claro que puedo! – Respondió contundente – escucha y no me interrumpas. Asentí emocionado mientras él se sentaba sobre sus talones y clavaba su negra y brillante mirada en la espesura del jardín.
Primero –continuó- debes encontrar un recipiente natural muy hermoso, creo que puede servir una rosa roja perlada del roció de la mañana, ahí volcarás lapislázuli sustraído a una noche serena, clara y perfumada con el aroma de las flores y enriquecida por el canto de los grillos y las cigarras; esto lo depositarás muy suavemente entre sus pétalos, bajo el brillo de la luna y el titilar de las estrellas; con los rayos rosados de la aurora cosecharás el polvo de las alas de las más bellas mariposas y con el escarcharás la flor soltando una fina lluvia de arcoíris.

Por otro lado, en un pequeño manantial formado por la lluvia, aprisionarás los reflejos del sol previamente fundidos con el canto matinal de las aves y los llevarás a cuestas para pegarlo delicadamente con saliva de colibrí, secándolos luego con el arrullo del viento suave de sus alas; después le robarás un girón luminoso al ocaso y se lo darás a las arañas que viven en el sicómoro para que tejan un velo finísimo, con el cual cubrirás tu tesoro anudándolo al final con un cordel hecho de bruma y luces de los cocuyo.

-¡Pero eso es imposible! –Interrumpí acalorado por lo que consideraba una tomadura de pelo.
Sin embargo es posible – me dijo serenamente mientras me miraba con sus ojos cada vez más brillantes, tanto que casi despedían luz - ¡Sí! Es posible si dejas conducir tu mente por tu interior, reconectándote con el amor universal, en busca de tu esencia viva… natura.

El hombre al existir forma parte de toda esa poesía, pero inexplicablemente tiende a alejarse de ella traicionándola, negándose a sí mismo, destruyéndola. ¡Escucha! –Exclamó sentencioso- ¡Cuando te reencuentres con la naturaleza integrándote a su contexto maravilloso, ya no estarás solo!
Recuerda, ¡El hombre no fue hecho sólo de sucio barro, también fue amasado con polvo de estrellas por la mano divina!

Y diciendo esto, echó una pirueta y se perdió entre el follaje de la higuera, que se quedó moviendo suavemente como último vestigio de su presencia…
Huelga decir que desde entonces ya no me siento solo, ni creo volver a estarlo nunca más ¡Sí, nunca más! Gracias a IOR, un fabuloso duendecillo.

2 comentarios:

Lucía dijo...

Hola, me ecantó este texto.
No sé si sea casualidad que el duente se llame IOR, no me parecería descabellado que deliberadamente sea una combinación de la palabra oír, que vaya que va bien con el mensaje del duende y que debemos escuchar una y otra vez...
Lucía Ríos

Trizaleja dijo...

Gracias Lucía, es un placer recibir tu comentario. Escuchar es un ejercicio infinito, nos revela la conciencia que respira en cada acto, nos da
sentido en medio del entorno natural y humano que nos rodea. IOR también significa Jorge en alguna lengua escandinava que ya no recuerdo... Saludos cordiales, espero que sigas leyendo y disfrutando, de ante mano, el valioso tiempo que te tomaste para comentar es impagable y un honor para mí. Jorge Paz