martes, 22 de septiembre de 2009

Sombras siniestras (1979)

La luz mortecina de la vieja lámpara se fugaba de la habitación a través de la ventana. Iluminaba débilmente un oscuro rincón de la casa abandonada, que servía de basurero y que daba de espaldas con aquella inmunda galera poblada de gentes hermanadas por la miseria y la desgracia.
El ondulante jirón luminoso se proyectaba tenuemente sobre un montón de desperdicios, del que brotaban innumerables ratas hambrientas de diversos tamaños. Buscaban afanosas entre tantas inmundicias, escarbando con sus horribles hocicos algo que les fuera digerible.
Sus movimientos lentos y despreocupados terminaron por asquear al hombre que observaba desde el cuarto de baño, y llevando la repulsa en la garganta se dispuso a tomar sus alimentos nocturnos. Pan duro, un poco de leche, frijoles agrios - Al menos es algo- se dijo mientras pensaba en las ratas que se volcaban golosas sobre la basura.
Mientras tomaba su raquítica cena, pasó revista por milésima vez al cuartucho que delineaba su intimidad: la humedad escalando las paredes de color indefinido y mugriento, una puerta de madera que sólo cierra por fuera y que tenía que atrancar todas las noches con la silla en que ahora amoldaba su humanidad, una mesa desnivelada debido a la sustitución de una de sus patas, un catre duro que escondía sus vergüenzas bajo cobijas raídas, dos horribles ventanas que se quejaban dolientes al abrirlas, una de ellas en el mohoso cuarto de baño inmensamente rico en huéspedes aéreos y pedestres (ratas, arañas, mosquitos, lagartijas, pinacates, alacranes, chinches, pulgas y hasta pequeños animales larvados que trepaban por el fondo del retrete) todo eso por unos cuantos pesos al mes –Una verdadera ganga-.
Estas cavilaciones lo sumergieron en un silencio melancólico que lo empujó instintivamente hacia la botella de aguardiente que conservaba a medias a la orilla de la cama, el brazo parecía alargarse más y más. Cuando los dedos estaban a punto de cerrarse sobre el cuello de la botella lo detuvo un alarido espeluznante que apuñaló la quietud de la noche, seguido por otros gritos igualmente horripilantes que ahogaron estentóreamente a la voz que los emitía y que se clavaron en su cerebro llevando su cauda pletórica de miedo a instalarse en la garganta y en los ojos curiosos que ya atisbaban por la ventana donde se quedaron como hipnotizados.
En el lugar débilmente iluminado por la trémula luz que escapaba de la ventana se veía la figura de un hombre inclinado sobre otro que yacía sobre el montón de basura ahora ausente de ratas.

La sombra se agitó cual figura chinesca en el marco de luz denunciando la indiscreción, el individuo aquel se volvió violentamente con el cuchillo goteando sangre para contemplar fríamente al anciano, envolviéndolo con su torva mirada, estableciendo entre ellos un helado mensaje mortal que recorrió el espinazo del segundo.

Mientras el homicida escapaba velozmente, el anciano contempló su sombra, que jugueteaba ondulante sobre el cadáver ensangrentado con las manos crispadas, una mueca grotesca en la cara sucia de lodo y sangre que parecía hacerle reír.

Poco a poco las ratas empezaron a salir de sus escondrijos, acercándose tímidamente al cadáver harapiento, la existencia se le exprimía por varias heridas que formaron un gran charco de sangre del que lamían los roedores hambrientos, cada vez más osados.

Al anciano, el asco le cosquilleaba la boca del estómago, y el miedo de espumeante forma descendía humedeciéndole la barbilla. Algunas ratas empezaron a recorrer el cadáver inspeccionándolo con sus hocicos enrojecidos, mientras una olisqueaba los ojos desmesuradamente abiertos, fijos en la nada, multitud de ellas se congregaban alrededor de las heridas en macabro festín.

El anciano contemplaba aterrado su sombra solitaria ondular sobre la masa gris palpitante que desollaba a aquel infeliz que reía estúpidamente. De pronto, un frío de ultratumba recorrió su cuerpo al ver surgir en aquel cuadro luminoso otra sombra que rápidamente atenazó a la suya por el cuello, cumpliendo su promesa mortal. El viejo se aferró desesperado a esas manazas, tratando de librarse de la fuerza duplicada por efecto del odio y el miedo, pero su reacción se debilitó en segundos que le parecieron horas por las que desfiló toda su vida… esa vida que ahora se vertía en roncos y angustiosos susurros, espaciados cada vez más bajo la presión mortal de los dedos asesinos; sus ojos desmesuradamente abiertos se posaron entonces con mudo y postrer reproche en aquella vieja casa abandonada, donde un infeliz era descarnado por millares de ratas mientras sonreía estúpidamente sobre un montón de desperdicios.

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